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Tlachinollan. Defensores y defensoras bajo fuego

28 de mayo de 2012

Lunes 28 de mayo de 2012, por acuddeh

Hace unos días el padre Alejandro Solalinde, reconocido defensor de los derechos de los migrantes centroamericanos que cruzan México para llegar a Estados Unidos, anunció su salida del país. Denunció que en el Istmo de Oaxaca ya no existen condiciones para que las defensoras y los defensores de derechos humanos realicen su labor en condiciones de seguridad.

También hace unos días, José Enrique Morales y Blanca Velázquez, defensores de derechos humanos del Centro de Apoyo al Trabajador (CAT) en el estado de Puebla, fueron amenazados. El primero de ellos, fue secuestrado durante varias horas, en las que fue torturado.

Hace unos días el padre Alejandro Solalinde, reconocido defensor de los derechos de los migrantes centroamericanos que cruzan México para llegar a Estados Unidos, anunció su salida del país. Denunció que en el Istmo de Oaxaca ya no existen condiciones para que las defensoras y los defensores de derechos humanos realicen su labor en condiciones de seguridad.

El gobierno federal en lugar de investigar las múltiples amenazas de las que ha sido objeto el padre, ha permitido que los perpetradores continúen haciendo de las suyas y tengan en la mira a quienes consideran como obstáculos para sus acciones criminales. El aguerrido sacerdote responsabilizó de cualquier atentado en su contra tanto al ex gobernador Ulises Ruiz como a los carteles del narcotráfico que pululan en la zona.

También hace unos días, José Enrique Morales y Blanca Velázquez, defensores de derechos humanos del Centro de Apoyo al Trabajador (CAT) en el estado de Puebla, fueron amenazados. El primero de ellos, fue secuestrado durante varias horas, en las que fue torturado.

La salida del Padre Solalinde y el ataque contra los integrantes del CAT son un síntoma del grave retroceso que en materia de derechos humanos enfrenta el país. Tal degradación, no sólo agravia a las víctimas de la violencia, sino también a quienes con ellas caminan, porque son blanco fácil de cualquier agresión. Hay autoridades pero también agentes no estatales ligados al narcotráfico, que a menudo mantienen un pie –o ambos– dentro de los gobiernos locales. Ellos se han erigido en una gran amenaza para quienes alzan la voz contra la impunidad. Y es que, como lo hemos constatado esta semana a raíz de la detención del general Tomás Ángeles Dauahare, que fue uno de los más altos mandos de la Secretaría de la Defensa Nacional en todo este sexenio, en México es cada vez más difícil distinguir la línea divisoria que supuestamente existe entre las instancias del gobierno y la delincuencia organizada.

Las defensoras y los defensores de derechos humanos enfrentamos un panorama sombrío. A menudo se nos amenaza o intimida, sin que ante tales sucesos exista una respuesta estatal adecuada para brindar seguridad e investigar efectivamente los hechos, carencia que sin duda se acentúa en las entidades federativas con mayores rezagos, y donde las organizaciones criminales se han enseñoreado, al grado de tener en sus manos ciertos hilos del poder y el control de algunos territorios.

Guerrero, en este sentido, no ha sido la excepción. Mientras se siguen acumulando casos de amenazas contra defensores y defensoras, persiste la impunidad ante aquellos atentados o represalias que se han denunciado ante las instancias competentes. Ahí estás las ejecuciones extrajudiciales de Lorenzo Fernández Ortega, Manuel Ponce Rosas, Raúl Lucas Lucía, así como la desaparición de Eva Alarcón y Marcial Bautista, todos ellos siguen impunes. Ahí está, también, la ilegítima criminalización de hace unos meses de Maximino García Catarino, defensor del pueblo na savi, a quien el aire fresco de su reciente libertad no le hace olvidar los meses pasados tras las rejas por un delito que no cometió. Lamentablemente, esta lista del horror crece día a día: también incluye a quienes han acompañado a las víctimas de la represión estudiantil contra los normalistas de Ayotzinapa, acaecida el 12 de diciembre de 2011, donde las autoridades estatales y el Congreso local siguen nadando de a muertito, aprovechando el gran distractor de las campañas electorales, para encubrir a los responsables, y como siempre postergar, indefinidamente el cumplimiento cabal de la recomendación emitida por la CNDH.

El contexto adverso que prevalece en Guerrero para el trabajo de las defensoras y los defensores se torna aun más peligroso, en razón de que en esta entidad suriana defender los derechos, no sólo es una tarea que ocupa a abogados y abogadas que asisten técnicamente a las víctimas desde sus oficinas. En Guerrero, los defensores y las defensoras son sobretodo líderes comunitarios o campesinos, muchas veces indígenas, que en regiones alejadas del confort citadino participan de organizaciones sociales para exigir respeto a los derechos sociales reconocidos en la Constitución. Cada día crece más el malestar de la población que se ve obligada a manifestarse y a protestar públicamente como un recurso legítimo orientado a presionar y denunciar públicamente a las autoridades por su indolencia y nulo respeto a quienes con el sudor de su frente luchan por la sobrevivencia diaria. En medio de tantas adversidades, la gente se organiza para defender sus tierras, sus ríos, sus manantiales, su bosque, sus playas, sus plantas y todos sus saberes milenarios. Luchan por una vivienda decorosa, por empleos, por una educación gratuita, por plazas, matrículas, becas, escuelas, maestros. Se organizan para exigir médicos, medicinas y centros hospitalarios. Todos ellos y ellas son ejemplo de tenacidad, hacen honor a su estirpe, son guerreros y guerreras de los derechos humanos. No les tiembla la voz para hablar con la verdad al poder y denunciar sus tropelías.

Por esta actividad, tan fundamental para la construcción de una democracia efectiva como el sufragio, las defensoras y los defensores son amenazados, intimidados, vejados y en casos extremos desaparecidos y ejecutados. En otras ocasiones, a través de mecanismos menos burdos como las acusaciones penales legales pero injustas, son criminalizados y perseguidos con la complicidad de las instancias de procuración y administración de justicia, cooptadas frecuentemente por poderes caciquiles regionales. Y en el río revuelto que brota de esta fuente perversa que es la crisis de violencia en que nos hundimos, la ganancia es de los piratas del poder: hoy es más fácil atentar contra un defensor o contra una defensora ante el mar de impunidad que nos ahoga, y no pasa nada. Las autoridades saben que sale más barato ignorar las demandas de la población que atender cara a cara a quienes son el fundamento y sentido del poder que ostenta. Una muerte más de algún defensor o periodista ya no representa nada para las autoridades, porque ya nada puede compararse con las más de 60 mil personas que han sido víctimas de la violencia, durante este sexenio

Los esfuerzos del gobierno de Guerrero para atender esta problemática son pálidos e insignificantes. La ley de protección para defensoras y defensoras y el Consejo Ciudadano creado por ese instrumento distan de estar a la altura de su mandato, y más bien están concebidos como parte de los tradicionales esquemas burocráticos de vinculación entre la sociedad civil y la administración en turno.

A nivel federal, la situación no es distinta: México es el único país en el que, pese a la hondura de la crisis, existe sólo de manera virtual un mecanismo de protección para defensores y defensoras con presupuesto propio. Éste, cuya creación anunció Felipe Calderón ante la propia Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, existe sólo en el papel pues las autoridades a cargo de su funcionamiento continúan sin implementarlo, como sucede con los casos del Padre Solalinde o el de los integrantes del CAT. Además, su muy anunciada creación tampoco está contribuyendo al mejor cumplimiento de las medidas cautelares o provisionales ya otorgadas, como los rondines policiales preventivos, que siguen sin llevarse a cabo con regularidad, para algunos defensores y defensoras de los derechos humanos.

No obstante ello, la legislatura saliente del Congreso de la Unión buscó congraciarse con la sociedad civil aprobando una ley de protección a defensores y defensoras, no muy distinta a la que existe en Guerrero, que seguramente será utilizada por el Estado mexicano en los foros internacionales para presumir que ha tomado cartas en el asunto. La situación es paradójica: para las y los legisladores fue más fácil legislar sobre la protección a los defensores y defensoras que modificar las normas violatorias a derechos humanos cuya recurrente impugnación expone a mayores riesgos a los defensores, como lo es la aún no reformada legislación del fuero militar; rubro en el que siguen en desacato las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Ante esta situación, la sociedad civil no se queda inmovilizada. Recientemente, a convocatoria del Centro para la Justicia y el Derecho Internacional, organización hermana de Tlachinollan a la que tantas enseñanzas debemos, se realizó en Guatemala un importante foro en el que defensores y defensoras de toda la región mesoamericana compartieron experiencias sobre los riesgos que enfrentan. El Centro de Derechos Humanos de la Montaña estuvo presente en ese foro, para exponer la grave situación que enfrentamos en México y en Guerrero.

Por otra parte, el martes 22 de mayo en la Ciudad de México, Tlachinollan participará en la presentación del nuevo Informe del Relator Sobre la Situación de los Defensores y las Defensoras de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el doctor José de Jesús Orozco Henríquez, que se realizará en el Instituto de Investigaciones Jurídicas. La presentación de este Informe en México, en medio de la crisis de violencia que padece el país, sin duda constituirá una enérgica llamada de atención para el Estado mexicano, que continúa pasivo ante situaciones que orillan a compañeros como Alejandro Solalinde a dejar el país.

En Guerrero, las defensoras y los defensores hemos acompañado por años los procesos en los que las víctimas, las comunidades y el bravío pueblo guerrerense han exigido justicia; una justicia que no es la de los tribunales, que son guardianes de una legalidad anodina, sino la que florecerá cuando todos y todas accedamos en condiciones de igualdad a los más elementales derechos. Nuestra utopía es, como en el poema de José Emilio Pacheco, un mundo sin víctimas. No tenemos vocación de mártires, ni menos de refugiados internacionales; por eso, queremos garantías para ejercer nuestra labor, libres del temor a represalias y amenazas. Hoy que nos encontramos bajo fuego, con la memoria ardiente por los que ya no están, de nuevo señalamos que es responsabilidad del Estado garantizar condiciones mínimas para la defensa civil de los derechos humanos en Guerrero y en todo el país.


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